El jueves salimos del apartamento muy pronto por la mañana. Era un bonito día, lo cual nos hizo sentirnos un poco más tristes por irnos de esta ciudad que tanto nos apasiona. Con las maletas hechas del día anterior, nos vestimos y cogimos un bus que nos llevó a St Pancras. Desayunamos algo allí y nos deshicimos de las últimas libras antes de coger el eurostar camino de París. El viaje fue un pelín más incómodo que a la ida, el tren se movía algo más cuando iba muy rápido (puede que hubiera algo de viento), pero nada de importancia. Nos pasamos el viaje leyendo y viendo el paisaje.
Llegamos a París y cogimos el metro para cambiar de estación. Cuarenta y cinco minutos más tarde estábamos deambulando por la estación de Montparnasse. Nos quedamos un poco alucinados porque en la estación había un piano a disposición del que lo quisiera usar y un tipo estaba tocándolo, no muy bien, pero daba ambiente. Buscamos donde comer en la estación y, la verdad, ni la Gare du Nord ni Montparnasse tienen nada que hacer con St Pancras. No hay ni un establecimiento con buena pinta para comer, pero nos resignamos y comemos una baguette con algo de fiambre y deambulamos media hora por la estación esperando a nuestro tren. Lo que sí hay que decir es que si bien las estaciones en Francia que conocemos son algo cutres, la verdad es que los trenes los usa todo el mundo. Van llenísimos y se ve muchísimo movimiento. Además no son nada caros, en eso los envidio.
Seis horas más tarde estábamos en la estación de Hendaya, cogiendo nuestro coche y camino de Pamplona, donde Flo y Carmen nos esperaban. La verdad es que llovía bastante por el camino, pero al llegar a Pamplona la cosa se había calmado. Como estábamos destrozados del viaje, simplemente bajamos a recoger unas pizzas y cenamos en su casa viendo la tv. Al día siguiente nos esperaba Francia de nuevo, nos íbamos los cuatro de viaje.
Salimos de Pamplona por la mañana, no demasiado pronto, camino de la duna del Pyla, al ladito de Arcachon, a unos treinta kilómetros de Burdeos. Por el camino nos tuvimos que tragar casi una hora de caravana porque un camión de gasoil volcó en la autopista. Como era ya bastante tarde decidimos parar en el Carrefour de Beziers a comprar algo para merendar y si se terciaba para comer. Al final comimos algo en un Paul (cadena de panaderías muy famosa en Francia) y seguir camino.
A eso de las cinco y media de la tarde llegamos a la duna. Si seguís el blog (y teneis mucha memoria) la recordaréis de nuestro primer viaje. Es alucinante. Enorme. Una locura. Si venís por la zona y no la visitáis no sabéis lo que os perdéis. El coche se aparca en un parking cercano (la primera media hora es gratis). Desde allí, una muy breve caminata os llevará hasta la ascensión a la cima de la duna, ayudados por una escalera de fibra. Y menos mal, porque sin ella subir a la duna sería un suplicio. La duna alcanza (agarraos) entre los 80 y los 107 metros. Una vez arriba el paisaje es increible. A un lado se puede ver la inmensidad de pinos de las landas. Al otro el mar, con los bancos de arena que ayudaron a formar la duna y la bahía de Arcachon. Increíble. Y más si se tiene en cuenta que se acercaba la puesta de sol y los tonos anaranjados hacían que la escena fuera todavía más bonita. Nos sentamos en la arena y contemplamos el espectáculo durante más de media hora. Cuando empezó a refrescar volvimos, bajando ya no por las escalerasa si no por la propia duna. Y no penséis que hemos hecho algo prohibido. A diferencia de otras dunas que están muy protegidas porque hay miedo a su desaparición (como la de Corrubedo) esta duna crece año a año, amenazando a las casas vecinas. Si te quieres tirar a rolos, estás en tu derecho.
Salimos de las dunas ya anocheciendo hacia Arcachon. La verdad es que fuera de verano es un pueblo algo muerto, así que aparcamos, dimos un paseo por el malecón y el centro y nos fuimos. Hay que decir que Arcachon y su bahía son muy bonitos. El pueblo está muy cuidado, con unos malecones y paseo que da gusto pasear por ellos. Pero como no teníamos referencia de ningún restaurante, pregunté si la gente se animaba a volver a uno que nos dejó marcado en nuestro primer viaje: Le resinier en el pueblo de Le Barp.
Le resinier fue el sitio donde yo había pedido caracoles para cenar (que me gustan mucho) y Bea, con muestro desconocimiento absoluto de francés había pedido mollejas. A pesar de lo desagradable de aquello para ella, hay que decir que nos dimos cuenta perfectamente de que el sitio era magnífico y que merecía volver seis años después. Allí nos plantamos, a la peligrosa hora para la zona de las nueve de la noche, bordeando esos momentos en Francia donde puede que no te den de cenar y te veas avocado a Mc Donalds o similares. Por suerte para nosotros nos permitieron cenar y lo hicimos estupendamente. Por poco más de veinte euros por cabeza comimos dos platos y postre. Carnes, pescados, sopas, ostras, salmón ahumado casero, setas, y varias tartas fueron degustadas por cada uno de nosotros, con mayor o menos acierto en las elecciones debido al idioma pero sin errores graves como el de las mollejas. Contentos con la cena y satisfechos nos fuimos a nuestro hotel en Burdeos, el Kyriad Lormont. Situado en las afueras de Burdeos, en un polígono aunque con comunicación por bus y tranvía con la ciudad, es un hotel que repetimos mucho y nos gusta. Además resulta que acaban de reformar los baños (un punto flaco que tenía) y esta vez los de recepción si que sabían casatellano (el de la noche) e inglés (el de por la amañana) cuando las veces anteriores no sabían más que francés. Nos reunimos a compartir fotos y contar batallitas y nos despedimos hasta el día siguiente bien pasada la medianoche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario