Mmmmm.... Saanenland. Levábamos ya varios días de carretera y hoy decidimos parar. El hotel era increible y no tener que empaquetar y desempaquetar las cosas ayuda a que tengas más tiempo para todo. Ir con una niña de viaje implica ir el triple de cargado. Carrito, pañales, su comida, más ropa... Y cada vez que llegamos a un hotel casi todo tiene que venir con nosotros, así que a veces es una pequeña odisea (muy pequeña) salir cada mañana del hotel, porque además uno de nosotros tiene que estar pendiente de ella si no queremos que ella desmonte las maletas mientras nosotros las montamos. Continúo, que si no me desvío. Así que decidimos seguir en este hotel y dar una paseo por la zona. Los alrededores de Saanen en cuanto acaba la temporada de esquí se tiñen de verde. Pero no de un verde cualquiera, es el verde más saturado de color que hayas visto jamás. Además, en cuanto fijas tu vista en la hierba verás que no es nada más que hierba. Flores por doquier, de múltiples colores, plantas diversas, de todo. Es un espectáculo.
Todo esto entre árboles, principalmente abetos y pinos que dejan pastos por los lugares en los que antes, en muchos casos, pasaban pistas de esquí, siempre delatadas por los remontes. Esta zona es de una belleza que cuesta describir. No es lo que en los alpes llamaríamos alta montaña, aunque sus picos de más de dos mil metros quieran decir lo contrario, pero palidece en comparación con los 4000 del Eiger o el mismo Mont Blanc, así que parece que lo que te rodea son simples colinas. Véis, otra vez divagando...
En fin, que desayunamos tan ricamente, viendo el espectáculo anteriormente descrito por la ventana. Con la niña decidimos desayunar dentro, aunque perdamos algo de vista, para que no le coja el frío. Cogemos fuerzas de sobra y buscamos a dónde ir. Tras preguntar en recepción, decidimos subir en teleférico a un monte cercano. Ir a Glacier 3000, a unos 15 Km podría ser una opción de tocar la nieve que todavía se ve en lo alto, pero subir tan alto con un bebé tan pequeño nos da bastante respeto, así que nos vamos a otro lado. Pero antes, sin duda alguna, nos vamos a Gstaad a su calle comercial y a respirar el ambientillo de pueblo de montaña para ricos y famosos.
En Gstaad como os contaba ya habíamos estado un par de veces. Realmente es un típico pueblo de montaña típico de esta zona, pero más, como decirlo, perfecto. Quizás ayude que haya que pagar el equivalente a 6€ por persona y noche de tasa turística para dormir en la zona. Es un sitio con mucho dinero y se preocupan de que todo esté limpio y nuevo. Para que os hagáis una idea el pueblo, de unos 7000 habitantes, tiene una circunvalación que está enterrada. En los sitios ricos de Suiza es típico, así el tráfico no entorpece la vida de sus ciudadanos y se se libran del ruido, pero a un coste económico altísimo. La calle principal del pueblo está lleno de tiendas.
Desde zapaterías de precios muy normales, donde le compramos unas sandalias a Cloe, a joyerías de muchísimo lujo. En la calle hay una de mis tiendas de material de cocina favoritas del mundo, pero cuando llegué estaba ya cerrada. Los Suizos y sus horarios comerciales, que son la leche. Esta abría el sábado de 8:30 a 12:00, y el domingo, que no abre prácticamente nada en el país, abría de 16:00 a 18:00. ¿Alguien lo entiende? En fin, que tras el pequeño chasco (pequeño porque al final no compro nada, simplemente curioseo entre cuchillos japoneses de miles de euros y sartenes de cobre con acero de 300€), nos vamos a la montaña.
La subida en teleférico la hacemos desde el pueblo de Schonried, pueblo de difícil nombre y difícil pronunciación. Allí aparcamos en el parking del teleférico de Relleri. Pagamos 41CHF por cabeza, unos 32€, para un billete de ida y vuelta con menú del día incluido. Con Cloe decidimos esto porque aunque la vuelta era factible hacerla con el carrito, iba a ser un poco tute. Si no vais con un bebé es muy fácil la bajada (e incluso la subida) pero lo divertido de verdad es alquilar una bicicleta de montaña o un patin de montaña (sí existen) y bajar a por el camino lo más rápido que puedas sin atropellar a nadie. Además subir a la estación es una buena manera de hacer rutas de montaña largas y partiendo desde los 1800 metros a los que está la llegada del teleférico. La subida fue un cúmulo de emociones.
Bea un poco preocupada por su miedo a las cosas que van altas y no puede controlar, Cloe emocionada y yo, pues sin ir muy preocupado. Mi miedo a las alturas es muy curioso. Acojonado perdido en la primera planta de la Torre Eiffel y sin embargo podía mirar para abajo desde lo alto del Rockefeller Center o ir sin apenas preocupaciones en un teleférico. En menos de diez minutos estábamos arriba y decidimos comer ya. Las vistas desde la terraza del restaurante ya merecían la pena muchísimo.
Estábamos a unos 22ºC allí arriba y con un sol de justicia. Comimos el menú consistente en una gran pechuga de pollo en su punto con una menestra de verduras y un montón de tallarines con champiñones en una salsa de nata. En plato combinado al estilo germánico muy rico. Cuando el sol se escondió tras una nube y empezó a refrescar un poco por el viento nos metimos dentro para que a Cloe no le cogiera el frío.
Desde allí decidimos hacer una pequeña caminata. Fuimos hasta unos remontes de esquí cercanos, unos 800 metros, pero con una pendiente muy muy elevada y un camino de hierba y piedras.
Como Cloe estaba durmiendo hicimos la subida empujando un carrito cargado con más de 10kg de niña y sus cosas, así que la subida se hizo, perdonadme el chiste, cuesta arriba.
Eso sí, subir subimos y disfrutamos de las vistas del otro lado del valle mientras cogíamos fuerzas y volvíamos a coger el teleférico de bajada.
¿Qué hacer ahora? Pues bien, yo le había echado un ojo a un par de lagos que tenían un restaurante/cafetería pegado a ellos. Creía que era uno al que no habíamos llegado en un viaje previo pero, aunque equivocado, el trayecto mereció muy mucho la pena. La carretera era espectacular. Serepenteando por las laderas de un valle tenía sitio para un sólo coche pero era de doble sentido. Cada ciereto tiempo había habilitado un apartadero para dejar pasar a los del otro sentido. A los laterales de la carretera sólo los pastores eléctricos nos separaban de una caída ladera abajo. Cuando llegamos las cascadas de la zona rugían y nos encontramos con un par de lagos de montaña dónde la gente de la zona tomaba el sol, hacía barbacoas y se bañaba.
Eran dos pequeños lagos, el más grande de apenas seiscientos metros de diámetro, pero eran idílicos entre las montañas. Paramos a darle a merienda a Cloe en el restaurante tomándonos una rivella y una copa de helado.
Dimos otro pequeño paseo por la zona y volviendo al coche nos acercamos a la mayor de las cascadas de la zona, que estaba muy cerca.
Lo malo es que tal y como era no se veía mucho desde la parte de abajo porque los árboles tirados por el agua entorpecían la visión. Volvimos al coche y decidimos volver al hotel.
Al llegar Cloe estaba durmiendo y la dejamos descansar un rato en la cuna mientras Bea bajaba a darse un chapuzón a la piscina interior del hotel y yo escribía este blog y buscaba donde cenar. Al final decidimos quedarnos a cenar otra vez en el hotel ya que nos parecía realmente bueno y la zona era tan cara o más. En general os diría que si venís a Suiza preparad mucho dinero salvo que os decidáis a venir de camping, de refugio de montaña o cojáis una casa. Los hoteles son realmente caros, pero lo más caro en comparación es la comida. Incluso yendo a por ella al supermercado es un atraco. Comer fuera en un restaurante normal es un dineral. En fin, que cenamos en el hotel otra vez estupendamente. Yo me tomé una ensalada enorme de entrecot a la plancha con muchas verduras, hierbas, tomate, aceitunas rellenas de ajo y aguacate. Bea se tomó un salmón cocinado al vacío estupendo. De postre yo me tomé una creme caramel de rechupete, increible es la palabra que la describe. Tras un día más que magnífico y con toda la familia sonriendo nos vamos a la cama a despedirnos de esta maravillosa zona, un pequeño trozo de paraiso en la tierra.
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